Columna: La máquina y el espejo
Por A.O.
La música ya no solo nos acompaña: nos estudia, nos predice y nos moldea. ¿Qué sucede cuando cada nota que escuchamos también nos define como consumidores?
En la superficie, el streaming musical parece una victoria absoluta: acceso ilimitado, sin fricciones, con un algoritmo que “te conoce”. Pero, ¿y si ese algoritmo no solo te conoce, sino que decide por ti? En el mundo moldeado por Spotify, Apple Music y sus rivales, cada clic no es solo una preferencia: es una fuente de entrenamiento para modelos de predicción de comportamiento, de mercado, e incluso de salud emocional.
Los gigantes del audio no solo recopilan lo que escuchamos, sino cuándo, cómo, con qué frecuencia y en qué estado emocional lo hacemos. Algunas startups como Endel o AI-based playlists ya exploran música personalizada en tiempo real, adaptada a tu ritmo cardíaco o tus patrones de sueño. ¿Qué pasa cuando la música ya no es una elección, sino una prescripción?
Y mientras los artistas compiten por colocar sus canciones en listas algorítmicas, surgen preguntas incómodas: ¿cuánta libertad hay realmente en una economía donde lo que no se recomienda no existe? ¿Está el arte condenado a adaptarse a patrones de consumo medibles para sobrevivir?
Pero el dilema va más allá de la música. Se trata del uso de la sensibilidad humana como insumo de entrenamiento para la economía algorítmica. Hoy la música nos relaja o nos motiva; mañana podría regularnos como parte de un sistema de bienestar controlado por IA.
La historia nos recuerda que cada revolución tecnológica transforma la música, desde el fonógrafo hasta el MP3. Pero esta vez, la música no solo cambia su forma: cambia de dueño, de lógica y de propósito. El algoritmo no compone, pero decide qué escuchamos. Y eso, tarde o temprano, cambia también lo que somos.









